¿Derechos?, ¿civismo?

 By @Nen__17 (twitter)

 

Sobre los Derechos 

 

yakc4b1lan-kitap

Los derechos son las concesiones que otorga un poder establecido, es decir, lo que se ese poder permite hacer a quienes somete. Los deberes son las imposiciones de ese mismo poder, es decir, lo que obliga a hacer.

Derechos y deberes son por lo tanto un binomio ya que los unos son contrapartida de los otros y viceversa. Lo cual, y dado que los dos puntales de la democracia son la ley de mayorías y los derechos, nos lleva a varias reflexiones.

Una es que las personas no tienen derechos, sino necesidades vitales. Confundir derechos con necesidades es un grave error que nos viene de la mano del pensamiento autoritario. Se tiene necesidad de alimentarse, respirar, abrigarse, dormir, gozar,… si estas necesidades no se cubren se pueden tener carencias y enfermedades. Nadie puede concedernos el derecho a la vida (a lo sumo nos la pueden dar o quitar) salvo en formas de vida autoritarias y/o domesticadas.

Otra es que quien tiene derechos tiene deberes y, como se ha señalado antes, esto es axiomático. Todo derecho implica que alguien te lo reconozca y ese alguien a cambio te reclamará deberes.

Otra más es que para tener derechos se ha de ser súbdito (de un rey), ciudadano (de un estado de derecho, o una república) o demócrata. También tienen derechos quienes sufren las dictaduras, l@s niñ@s en las escuelas, l@s pres@s en la cárcel, los animales, las “minorías”, etc. 

Una nueva reflexión, ahondando en las anteriores, es que para tener derechos es necesario ser gobernado, domesticado y por lo tanto hay que estar oprimido, o lo que viene a ser lo mismo, esta reflexión nos lleva a que quien tiene derechos no tiene libertad. Estas reflexiones nos llevan a la conclusión de que quien quiera ser libre, además de luchar por ello, no puede reclamar derechos, dado que no es posible que la libertad se conceda. Los derechos prefiguran necesariamente autoritarismo.

   Sobre el Civismo 

Hoy más que nunca, y sobre todo en un sistema democrático, tiene inusitada vigencia la vieja máxima que decía que los gobernantes tienen como fuerza última nada más que la opinión, dado que la verdadera fuerza (por número, por capacidad y porque nadie puede mandar si nadie le obedece) pertenece a los gobernados, aunque éstos no la usen casi nunca. Es por este motivo que toda forma de dominio, de la que el Estado es la más completa, siendo la democracia su articulación más perfeccionada hasta el momento, ha de asegurarse de un modo u otro para su propia supervivencia tener de su lado la adhesión de sus dominados. Este papel de “ganar adhesiones” tradicionalmente se ha reservado para la propaganda (“una mentira dicha una vez es una mentira, pero dicha mil veces se convierte en verdad” decía Goebbels, el infame ministro de propaganda nazi).

En la época en la que vivimos y bajo el sistema que nos somete (o lo intenta) hay que sufrir una dictadura de la propaganda y de la imagen, a través de las ya clásicas estructuras de adoctrinamiento (como la escuela y los sistemas de enseñanza, la familia y el disciplinamiento a través del trabajo, la ley y las diversas ciencias y medicinas), a través de los medios de comunicación de masas (negocio y a la vez propaganda) que hacen con sus continuos bombardeos de valores, moral, ideología, (des)información… que nos posicionemos al lado del sistema. Pero no contento con que nos posicionemos a su favor, la dominación busca hacernos partícipes del mantenimiento de nuestras propias cadenas y da una nueva vuelta de tuerca que se  añade a la clásica propaganda que todo stablishment tiene. Ahora nos hace, además, seguidores de su sistema, impulsando a la vez que frenando nuestra participación en él, creando una especie de fanatismo democrático que sustituye, en un mundo globalizado, a los viejos y casi obsoletos patriotismos: el civismo.

Con el civismo se instaura la mentalidad, a través de la clásica propaganda del sistema, de defensa de la democracia, no ya como sistema, sino como forma de convivencia, como complejo de valores respetables y deseados por todos. Así, el buen ciudadano que vela por el Orden y el correcto funcionamiento de la democracia, no piensa que esté protegiendo, por ejemplo, un sistema de relaciones basadas en el sometimiento y la desigualdad (esto es, que un diputado, senador o concejal que cobra un pastón de nuestros impuestos y de nuestro trabajo legisle, es decir, nos diga lo que podemos y no podemos hacer, o que un empresario nos explote por cuatro migajas). No, el buen ciudadano piensa que está velando por una correcta y armónica convivencia. O sea, que el colega de la esquina no se puede mear en la acera porque deja mal olor y es un acto incívico, pero las fábricas en las que nos vemos prácticamente obligados a trabajar- para poder tener el salario que nos permita subsistir puede verter al río toda la mierda permitida (si vierte más no es bonito), que viene a ser generalmente la que esa empresa quiere, o la infinidad de coches que pululan por las ciudades pueden hacer polvo el ecosistema y nuestros pulmones, que no pasa nada. Si acaso ya elevaremos una democrática queja a nuestro concejal más cercano en un bonito formulario azul claro (incluso puede que hasta en bilingüe).

El civismo, que lleva aparejados y potenciados conceptos como la tolerancia (tolerancia con la opresión, por supuesto, pero no así con la rebelión), o la no violencia (la no violencia de los descontentos, porque de la Policía en sí misma nadie se queja, a los más hay quejas si algún policía se excede), es un mecanismo de interiorización de la propaganda del sistema, en la cual se participa activamente pero sólo manteniendo el orden adecuado, ya que un exceso de participación puede llegar a ser peligroso al reflejar algo que el dominio teme: la iniciativa propia (si bien, dentro de unos parámetros y hasta un cierto punto la fomenta: iniciativa empresarial, etc.)

El individuo cívico deja de ser individuo para convertirse en ciudadano, independientemente de su categoría social, de lo que gane, de dónde viva, etc, aunque, casualidades de la vida, cuanto más alto se está en el escalafón social, más cívico se es más “conciencia social” se tiene (luego si esa conciencia no sirve ni para limpiarse el culo o si es perfectamente funcional a los designios del dominio es un poco lo de menos).

El ciudadano es el paradigma del nuevo súbdito y colabora a que todo vaya como tiene que ir, pacificando con su actitud policiaca (siempre en pos de la “buena convivencia”) las posibles alteraciones del orden, rupturas o disfuncionalidades que haya en el seno de “su” linda comunidad. En el fondo el ciudadano no es más que un ser sobresocializado que por miedo e inseguridad inculcados por el sistema lo defiende a capa y espada temeroso de sus propias posibilidades y potencialidades, temeroso de tomar las riendas de su vida en sus propias manos, ansioso de que lo guíen, de que todo vaya como debe ir y totalmente plegado a lo artificial. 

El ciudadano es un ser temeroso que aborrece la violencia explícita contra esta forma de vida porque no se atreve a ejercerla y porque teme otra vida posible, y por ello acaba convirtiéndose en un sumiso seguidor de la sutil violencia del Estado (de hecho aborrecerá las dictaduras porque en ellas la violencia es más brutal, menos camuflada, porque en las dictaduras el poder no se camufla, se ejerce, ya que esa es su fuerza, mientras que en las democracias el poder se trata de difuminar para ejercerse mejor y con más comodidad).

Con el civismo la subversión se gana un nuevo enemigo. Si antes había que luchar contra el Estado, las leyes, la policía, el capitalismo, la explotación, los patrones, ahora con el civismo hay que luchar contra los ciudadanos (incluso muchas veces literal y físicamente). Cierto es que este mecanismo de interiorización de la propaganda del sistema, esta forma de pseudo-participación en la defensa del Orden tiende a resquebrajarse en épocas en las que las vacas flacas campean a sus anchas y no todo es tan bonito. Cierto es que hasta el más cívico puede replantearse el tema cuando no llega a fin de mes. Pero la clase media muchas veces se mantiene en sus status, incivilizándose más generalmente los que bajaron en el escalafón social (aunque debemos recordar que “estómagos agradecidos” y “obreros limpiabotas” hay muchos y a veces son mejores ciudadanos que un industrial). Sea como fuere y por si el civismo y la propaganda fallan, siempre estará la gloriosa guardia civil y sus 100.000 nuevas pelotas de goma para continuar repartiendo democracia.  

Textos sacados de aquí (págs. 31 y 37)